La encomienda americana disiente
de la encomienda de la baja edad media. Esto pese a que a los beneficiarios de
aquella se les suela llamar feudatarios
y la misma encomienda aparece, de vez en vez,
mencionada como enfeudamiento. En derecho, la de tipo indiano muestra un
declarado contrastante con la de origen euro-occidental. Por de pronto, esta,
la del Nuevo Mundo, es una concesión
condicionada por parte del estado monárquico,
un beneficio temporal, revocable por el rey o su autoridad delegada sin
necesidad de justificaciones muy elaboradas. Y lo más trascendente: el
repartimiento indiano no gravita sobre la posesión de la tierra y sí sobre el
tributo indígena, entendido cual una cesión provisional de un derecho real –la
percepción de un gravamen fiscal- que nunca condescendió a transformarse en
perpetuo y transmisible hereditariamente. Se admitía la eventualidad que la encomienda fuese
bi-generacional, por “dos vidas”, y en determinadas coyunturas, excepcionalmente por mucho más. Mas el
gobierno real conservaba la entera potestad revocatoria del beneficio tanto en el caso del agraciado original cuanto en el de su sucesión. El que uno de los vicios más recurrentes y criticados de los gobernadores americanos consistiera en destituir a los encomenderos favorecidos por algunos de sus antecesores en el cargo para traspasar el beneficio a gente de su entorno y confianza, y para ganar nuevos aliados, habla a las claras de la discrecionalidad del poder público y de sus representantes frente a la institución y los encomenderos. El estado español, quiso mostrar aquí como en otras dimensiones de la vida pública la regla de la soberanía sin hacer lugar a vacilaciones potencialmente peligrosas para su salud. La monarquía no cede o no se haya dispuesta a compartir con los señores territoriales la cualidad de la soberanía. Como ha demostrado M. Góngora (1970) en Encomenderos y estancieros, los derechos jurisdiccionales están siempre radicados en el poder público, sus representantes y en los órganos ad hoc.
Los “señores“ hispanoamericanos carecen de la facultad del ban. Tal
particularidad, esencial para la
realización del régimen dominical en el Viejo Mundo, no se da en Hispanoamérica.
Duby nos ha concedido ver cuán crucial fue este derecho, otrora exclusivamente de
los príncipes, para la elevación de los jefes y caudillos “con aspiraciones”.
Su prepotencia se afirma a través de la sustracción de las prerrogativas regias
de paz y justicia y su ejercicio directo y privativo en los límites del señorío
agrario. Esa osada apropiación de las atribuciones realengas de judicatura y
policía le convertían en poder político separado y localizado (en el feudo
específico). Por extensión, le garantizaban al nuevo detentor de la franquicia
banal otros privilegios de la
fiscalidad: acuñación libre, en casos, de moneda, cobro de gabelas a forasteros en tránsito y a
los concurrentes a las ferias de la comarca, asignación de cargas laborales
extras a los aldeanos, conminados a involucrarse en trabajos de construcción,
reparación y mantenimiento de los edificios principales del feudo, el control
de pesos y medidas, goce de rentas y otros derechos.
Bloch ha insistido
en que la
viabilidad del régimen feudal se tornó
posible en un clima histórico de dislocación del estado. Pirenne, más drástico, hablo derechamente de
desintegración de la organización estatalista como pre-condición para la
formación de los dominios banales. Está perfectamente claro que una condición
semejante estaba lejos de presentarse bajo la conducción vigilante de los dos
primeros Habsburgo peninsulares. Aun en el ambiente decadentista de los
Austrias menores y las pulsiones de independencia de las élites americanas en
medio del reblandecimiento de la autoridad real, nunca se llegó a tal estado de
cosas generalizado en las Indias. Los
latifundios americanos jamás fueron feudos ni señoríos banales cuyos
detentadores disputaran o intentaron constituirse en copartícipes de la soberanía de la soberanía real.
La
encomienda feudal, por otra parte, constituía un convenio entre dominus
y campesinos, concierto que podía ser
objeto de un reconocimiento manuscrito e, incluso, expresarse mediante una
fórmula ceremonial y litúrgica. Por el
dispositivo de marras, el señor
recibía en las tierras de su demarcación a los labriegos implicados en
el mutuo, quienes obtenían mansos,
cortas parcelas agrícolas cuya explotación les facilitaba la manutención propia
y la de su unidad doméstica. Alternativamente,
el campesinado asumía el compromiso de trabajar a título regalado los predios
del terrateniente, es decir, en los situados dentro de la terra Indominicata o dominio
señorial fuera bajo la modalidad de la serna española o la corvea gala, lo cual implicaba, dentro del calendario anual, una
contraprestación gratuita reiterada. El
pago de la talla, tributo en especie de cuantía inconstante, y del gravamen por
el uso de las instalaciones banales de propiedad dominical –hornos, trapiches y
prensas. Entretanto, deberes irrenunciables del señor eran el ejercicio de la
justicia y el mantenimiento del orden interno dentro de los límites del
territorio, amén de proveer a la defensa del común ante la amenaza de
agresiones o asaltos venidos del exterior. Afianzado en este pacto bilateral,
el feudal se hacía de siervos sujetos a su imperio en dos planos vitales. Uno
le otorgaba el gobierno discrecional de la comunidad y, a la vez, en
administrador supremo de la justicia. A la autoridad política y judiciaria irrestricta se sumaba el derecho a percibir
tributos permanentes tanto físicos (especies) cuanto intangibles (servicios),
pilares de la renta señorial. Mas la encomienda consagraba mucho más que una
supremacía económica de la élite feudal.
En América la encomienda se encontraba demasiado acotada y restringida
en ese plano como para hacerla comparable con la de verdadero carácter
feudal.

Contenido: Analizar el impacto y
las consecuencias que tuvo el proceso de conquista para Europa y para América,
considerando el ámbito de la encomienda.
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